Abandonar tu
país para encontrar un lugar donde poder vivir con el sudor de tu frente, se
está convirtiendo en el pan nuestro de
cada día. Casi un millón de personas desde comienzos del 2011 hasta nuestras
fechas, han emigrado y creo que esto es solo el principio. En próximos años,
dadas las circunstancias y las más que pesimistas previsiones sobre el
discurrir económico en España, la sangría de nacionales será aún mayor.
Emigrar no
es algo malo, cuando se hace desde la voluntariedad, cuando uno quiere explorar
otras posibilidades, ya que el mundo es muy amplio y las fronteras sólo están en
los mapas políticos. El malestar viene cuando uno se ve empujado a
desarraigarse de su entorno, de su familia porque el futuro en su tierra ya no
es tan claro. En ese contexto, cuesta un mundo hacer la maleta y despedirse con
un hasta luego o un adiós definitivo. Siempre hablando del inmigrante forzado
por las circunstancias, detrás de caso particular se esconde una triste
situación; desde el que deja a su cónyuge e hijos al que, aun siendo joven sin
haber formado aún un núcleo familiar, debe dejar hermano, padres, amigos y
empezar de nuevo en un lugar con diferente idioma y costumbres. No creo que sea
nada fácil, o si no preguntémosle a los
inmigrantes que conviven con nosotros y que pueden haber tenido una adaptación
incluso más dura.
Es posible
que mañana, yo sea el próximo en engrosar las estadísticas de los flujos migratorios;
la posibilidad la tengo más que asumida. Si aquí, los señores de la política y
las finanzas, se empeñan en ensombrecer el futuro no quiero ser uno más en el
camino hacia esos previsibles seis millones de hombres y mujeres que se les
niega su desarrollo profesional y personal. Como aún me queda un hueco de
esperanza, si mañana he de hacer el equipaje espero que solo sea por mi constante
afán de conocer mundo.
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